martes, 2 de septiembre de 2008

Amanece

Amanece, me despierto, un día más. Como, hablo, pienso, río. Obligaciones, conversaciones, música. Leo, miro, bailo, escucho, camino, salgo. Un instante, unos segundos, incluso minutos: me voy, no estoy. ¿Adónde? Adonde sea, no importa. No estoy aquí. De repente el tiempo se para, no existe. Ya no escucho, ni hablo, ni estudio. Te veo, te siento, estás conmigo. Me dejo llevar. Vuelvo, al mundo real. Imaginaciones, nada existió. ¿Nada? ¿Qué hay de mi mundo? Me llaman, quedo, paseo. Me preocupo, disfruto, aprendo, me enfado. Quiero irme otra vez. No se qué lugar prefiero. Ambos. Quiero que uno sea el otro y el otro uno. No puedo elegir, no quiero. Quiero olvidarte. No, no quiero, no puedo. ¿O si? Quien sabe.

“Lo que menos odio es la parte mecánica, rutinaria, de mi trabajo: el volver a pasar un asiento que ya redacté miles de veces, el efectuar un balance de saldos y encontrar que todo está en orden, que no hay diferencias que buscar. Ese tipo de labores no me cansa, porque me permite pensar en otras cosas y hasta (¿Por qué no decírmelo a mi mismo?) también soñar. Es como si me dividiera en dos entes dispares, contradictorios, independientes, uno que sabe de memoria su trabajo, que domina al máximo sus variantes y recovecos, que está seguro siempre de dónde pisa, y otro soñador y febril, frustradamente apasionado, un tipo triste que, sin embargo, tuvo, tiene y tendrá vocación de alegría, un distraído a quien no le importa por donde corre la pluma ni qué cosas escribe la tinta azul que a los ocho meses quedará negra”.